Érase un Hombre que quería un corazón de piedra

        
       

Estaba allí en medio de la plaza,  aturdido. Quizás cansado de sentir las cosas que le pasaban. Desde ese lugar en el que estaba en pie, no podía ver lo que a su espalda sucedía. Moldeado a dintel humano, se cobijaba bajo un ala lluviosa que para sus mejillas eran lágrimas. Tanto sufrimiento, pues nadie se quedaba a acompañarle, nadie se arriesgaba a tocar su fría piel. No lo comprendía. Solo recordaba estar desde siempre en el mismo lugar, viendo lapsos de sol y lluvia;  de vez en cuando algún arcoíris. Sin fuerzas para moverse, el hombre sentía sus pies atados locamente al concreto. Su alma en contraposto dejaba caer sus sueños hacia la nada.
 A sus espaldas un chico se sentaba; mas nunca  lo veía. Su torso fijo miraba hacia un horizonte ciego, lo que no le permitía ver al joven, que lleno de emociones se sentaba tras él a perfumar ausencias.  Aquel hombre tenía las fuerzas para moverse, para arriesgarse, pero estaba inmovilizado. Tras su espalda una joven coincidía con el joven muchacho. El hombre, que obligadamente le daba la espalda a esto, sentía en el  tibio mármol, como las musas susurraban al  oído del chico las palabras adornadas que lo acercaban a  tomar la mano de la joven dama. Pasaron muchos segundos, minutos, horas, días y nada cambiaba, todo moría en tibias despedidas que la luna enamorada se negaba a ver.
El hombre, que solo sentía aquellas despedidas, pensaba que no debería haber sido así, que ambos merecían la oportunidad de hacer una despedida revolucionariamente eterna, manteniéndose juntos.  Sin embargo, una noche luego de la despedida habitual jamás volvieron  a verse aquellos jóvenes.  Todo se desvaneció, los sonidos se alejaron en la luz de la noche, hasta ser callados por el ruidoso viento que enfriaba la espalda del hombre.  Qué sufrimiento, qué pena para aquel hombre  inmóvil  que esperaba sentir por lo menos la tensión que tejían las moribundas arañas del destino entre los dos imanes de atracción oculta que se alejaban para siempre. La tristeza  empeoraba su situación, frente a él, se pasaban algunas personas que aparentemente se amaban  y eran felices. Pero no había nada peor que aquellos que  fotografiaban  su triste imagen. Todos se alejaban. Nunca apareció  alguien  que lo acompañara, entonces empezó a tener  la idea de que el más mínimo gesto de  cariño terminaría en sufrimiento.  Una tarde ante sus ojos cayó un papel que decía: “Es mejor sufrir por amor, que marchitarse en la incomodidad de no haber amado”.
Al instante recordó a los jóvenes  y al ver como terminaron aquellos encuentros, no pudo hacer más que dejar que el desdén y un azulado dolor lo recubrieran.  Al pensar que siempre terminaría así, se negó ante cualquier acto de amor y cariño, a tal punto que en el banco a su espalda nunca más se sentó alguien que sintiera amor. Más frío que el hielo,  hizo que  las flores se marchitaran en nubes grises. Todo estaba moribundo, nada quedaba a su alrededor.  En una madrugada  sintió que algo de la vida lo estaba consumiendo. Mirando a su fijo y vacío horizonte  dijo para sí mismo: deseo tener un corazón de piedra.
Fue tan profundo su deseo que llegó a los oídos del destino hacedor de lo imposible. El destino que escribía el futuro de aquel hombre, se afligió por un momento, y antes de escribir lo que  le sucedería al hombre entre paréntesis escribió: esta es la historia de un hombre que pedía un corazón de piedra, el pobre ingenuo no se había dado cuenta,  que él era una estatua.

Comentarios

  1. INDESCRIPTIBLE LO QUE SIENTO. GRACIAS...

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  2. Me encantó el modo de describir la pena del hombre y cómo queda resaltada toda la narración al llegar al desenlace, cuando conocemos que es una estatua. Excelente.
    Ariel

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    Respuestas
    1. Muchas gracias, por leer, por comentar y por aventurarte en mi blog, por llegar a escritos fuera de la linea del presente.
      Gracias.
      F. JaBieR

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  3. Haces que nos sintamos participes de su soledad y luego nos revelas su condición. Es excelente.
    Un abrazo

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